Cada vez que dejo a mi hijo en el comedor infantil Cambre, experimento una sensación que va más allá de la tranquilidad de saber que estará bien alimentado. Me doy cuenta de que en ese espacio se siembra una relación con la comida que no se limita a satisfacer el hambre, sino que se proyecta hacia el futuro, modelando actitudes, preferencias y una comprensión más completa de lo que significa nutrirse. Al observar desde la distancia cómo los niños se sientan a la mesa, descubren diferentes sabores y aprenden a valorar la calidad de los alimentos, entiendo la dimensión educativa que va implícita en cada bocado.
Muchas veces subestimé la relevancia de lo que sucede en un comedor escolar, asumiendo que se trataba simplemente de un lugar en el que los niños iban a comer y a retomar energías. Sin embargo, basta un poco de atención para advertir que allí se forjan hábitos, se consolidan valores y se despierta la curiosidad gastronómica. Cuando mi hijo llega a casa y me cuenta que ha probado una nueva verdura o un plato desconocido para él, no solo me alegro de que haya recibido un aporte nutricional beneficioso, sino que reconozco el valor del descubrimiento. En esos pequeños actos de abrirse a nuevas experiencias, se encuentra el germen de una relación más rica y responsable con la alimentación.
A lo largo del tiempo, he comprendido que una buena nutrición no depende solo de la calidad de los alimentos, sino también de la educación que se transmita en torno a ellos. El comedor infantil Cambre no se limita a servir platos, sino que integra una pedagogía alimentaria que estimula el razonamiento, la curiosidad y el respeto por el propio cuerpo. Observando a los niños, se ve que aprenden a distinguir matices de sabores, a relacionar los nutrientes con su bienestar, a seleccionar porciones adecuadas a su apetito. Este proceso paulatino, casi imperceptible en el día a día, cobra valor a medida que esos niños crecen y se convierten en adultos conscientes, capaces de tomar decisiones alimentarias más saludables y sostenibles.
He notado también que el entorno influye de manera decisiva. Un comedor luminoso, agradable, con profesionales que muestran paciencia y conocimiento, puede convertirse en un espacio de confianza para experimentar con nuevos alimentos. Incluso el intercambio entre niños, el observar cómo otros disfrutan determinados alimentos, es un estímulo que promueve la apertura al cambio. Sin imposiciones ni trucos, los más pequeños van interiorizando que la diversidad culinaria aporta no solo placer, sino también nutrición y salud.
Lo más bello de esta experiencia es que trasciende la hora de la comida. Cuando llegamos a casa, mi hijo me pregunta por el origen de ciertos productos, quiere entender por qué es importante comer frutas y verduras de temporada, o busca explicaciones sobre las proteínas o los carbohidratos. Esta curiosidad, despertada en el comedor, se traslada a nuestras conversaciones cotidianas, generando un vínculo familiar más consciente y atento. Empiezo a comprender que lo que se siembra allí no es solo el gusto por un plato concreto, sino la capacidad de disfrutar la comida con responsabilidad, equilibrio y respeto hacia uno mismo. Si la buena nutrición es una herramienta para desarrollar mentes y cuerpos sanos, tener un espacio escolar dedicado a crear estos cimientos es un privilegio que, como madre, agradezco profundamente. Con cada cucharada, mi hijo aprende a valorar la calidad por encima de la cantidad, a superar el miedo a lo desconocido y a entender que alimentarse no es un acto trivial, sino una parte esencial de la vida.